domingo, 4 de marzo de 2007

Mucho ruido y muchas veces

Hace años, no muchos, un niño regordete y pedorro se sentaba en la parte de atrás de la clase de octavo de EGB en un triste colegio zamorano; se sentaba solo y prestaba una divina atención a lo que la señorita explicaba a todos los alumnos y que él recogía para sí mismo con devoción y egoísmo. Apoyaba los codos en la mesa, miraba al cielo, hundía los puños en sus mofletes rechonchos e imaginaba: quiero saber de todo, señorita, yo quiero escribirlo todo, porque voy a ser comentarista de pelis en blanco y negro, columnista del ABC y también porque quiero ganar el Planeta, ¡Dios te salve maría, quiero chuparte las tetas! Todo esto pasaba por su cabeza. Yo le miraba con intriga y devoción. A veces se la pelaba en clase (por eso se sentaba siempre en la parte de atrás) pensando en todos esos coños que años más tarde le harían famoso: el de la profesora de instituto, el de la tenista, el de la bibliotecaria, el de la parturienta, el de la señora Casilda que cumplió ochenta y tantos años, etcétera.

En la Universidad, en Salamanca, ya pajero adulto, lanza en astillero, adarga Vaticana, misa dominical y caniche maricón, hizo una disertación excelente del sexo femenino, pero atacó el tema con dilema y al final con cobardía: retrató los coños más sofisticados; se olvidó, por ejemplo, el de la tía Casilda, muerta ya, con el que se la peló tantas y tantas veces tras ese pupitre postfranquista de madera carcomida en aquel colegio Zamorano.

La última vez que supe de él fue una fría noche de diciembre, en un burdel en el centro de Madrid. Yo fornicaba tranquilamente con una chica brasileña que, entre envestida y desvestida (me gusta empezar a follar con ropa puesta y después ir haciendo, que decía Perico Delgado), me contaba que era dentista especialista en implantes. Yo no le prestaba demasiada atención, me seducía más la sabiduría de sus caderas y el oleaje de sus pechos que sus habilidades cirujanas. Me corrí dentro de su valle carioca y le dije buscando su consuelo: no te preocupes, no te sientas sola en este puticlub, se respira aire de educación y cultura entre las paredes de este edificio, creo que en la habitación de al lado hay un premio Planeta; no ha hecho más que gritar: ¡Chesterton, Cheserton, yo lo hago mejor! Ahora gruñe y demanda en la damisela, para la próxima vez, unas bragas limpias con la bandera de España bordada en relieve, por la parte de delante, y la foto de Josemari en la parte de atrás, para que no vea nada. La fe es ciega. Unas bragas rojigualdas que le den al acto de fornicación unidad y honor, que le devuelvan al acto parte de su fuerza primigenia.

La culpa la tienen los padres, que nos educan en la tradición cristiana de la fe y el trabajo. Qué asco.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hay un grupo de intelectuales que te hacen pensar muy en serio si merece la pena seguir cultivando tu cerebro, parece que el conocimiento acentúa su estupidez.

Anónimo dijo...

La gorda de mi clase me odiaba con todas sus fuerzas, yo representaba en aquel entonces la fuente de todas sus amarguras pues todos los pajilleros de la clase sudaban en su cama pesando en mí. No se que será de ella seguramente se habrá hecho una liposucción y teñido de rubia pero lo que ella no sabía es que la preferida de la clase para las poluciones matutinas de mis compañeros no era tan diferente de ella en realidad.